«Desperté.  

La luz del alba empieza a infiltrarse por la ventana de la habitación, opacando poco a poco la amarillenta luz artificial de la calle. Intuyo que pronto sonará el viejo teléfono que ahora sólo uso como despertador, y me pregunto nuevamente para qué carajos lo tengo programado si siempre he de estar despierto antes de que suene para no despertar a nadie más en casa. Una locura más de las que me aqueja. La peor parte de la locura, es tener aún la suficiente cordura para saber que se sufre de ella. Y eso, también aplica al sentimiento de vacío y soledad. Mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, empiezan a doler con la claridad que va en aumento. Podría estar levantado haciendo ejercicios, pero la flojera es mayor que mis ímpetus de tener un cuerpo más sano, y aunque necesito tenerlo, el hastío ya me hizo nido. Respiro con dificultad, y hago el recuento obligatorio de daños: podrían ser la falla en mis pulmones por mi adicción al cigarrillo, o el corazón, por la misma causa y mi recurrente sedentarismo, o quizás la presión arterial, pues ya no ostento la resistencia que brinda la juventud. Lo más claro en mi pensamiento es que me encuentro en la intersección de todas las causas, y si bien podría  darme un maldito infarto, prefiero seguir echado en la cama que caerme de bruces sobre el piso si perdiera el control. Mi pulso se acelera, y aún sigo recostado. Otra maldita taquicardia, y ni siquiera me he duchado ni cepillado los dientes… los dientes. Mi horrenda dentadura. Aún no estoy enfrentando a mi reflejo matutino y ya me estoy odiando. El pulso sigue acelerado. ¿Podría morir hoy? No. No tengo tanta suerte, y una vez más me será esquiva la muerte. Suspiro, no sé si por el estrés o la depresión. Quisiera por un momento que existiera un dios, para creer que la misericordia existe más allá del ser humano. Sonrío agriamente, recordando todo el tiempo que perdí tantos años rezando por los estúpidos “milagros” a los que anhelamos los mortales promedio: ganarse la lotería para no sufrir por deudas, o que tu ser querido supere ese cáncer que ahora lo tiene bajo tierra mientras el milagro nunca llegó, que nada malo haya de pasarme, cuando siempre dependió del humor del ladrón si me robaba a mí o a cualquier otro transeúnte. Sólo sé que un día, de improviso, desperté y dejé de rezar. Me robé la popularizada sentencia de Nietzsche y noté que nada mejoró ni empeoró con la ausencia divina. Debí haber dejado de creer en Él, como en el amor, desde que tuve conciencia de mi existencia, para orgullo del buen Descartes. Dos errores que me costaron demasiado tiempo perdido.

Empieza a sonar la canción destinada a ser el despertador, y rápidamente tomo el teléfono y deslizo el dedo para callarlo. Ya el pulso está normal, lo que implica que la rutina está sentada y hambrienta de mí. Otro maldito día más que ha de engordar al Olvido. Como el autómata de carne y hueso que soy, mis pies se mueven por inercia y me acerco al mueble a sacar la muda de ropa para hoy, mientras mi cabeza no se calla. No. No lo hace. Casi nunca lo hace. No saben lo desesperante que es tener ésta maldita voz, que es la mía, evaluando absolutamente todo sin descanso ni clemencia. Creo que es mi principal motivo para desear morir, aunque nadie de los que dicen quererme puedan entenderlo. Si realmente me quisieran, deberían dejarme partir, pero por algún estúpido motivo, aún me tienen atado a éste mundo.

Suicidio. Nuevamente la propuesta me llega, pero salta cual resorte de trampa el asqueroso sentido de la responsabilidad que enmascara  mi cobardía. Podría lanzarme del puente o al tren. Podría beber veneno junto con pastillas para dormir. Pensé en un momento volarme los sesos, pero con mi mala suerte, seguro no muero y quedo aún vivo pero paralítico o vegetal, que es mucho peor que morir. Pero aún no me mato… y aún no me he duchado ni cepillado los dientes y ya estoy pensando en matarme, otra  vez.

Ya se apagaron las luces artificiales afuera y el alba se apodera de todas las calles. Enciendo un cigarrillo y paladeo su asqueroso sabor en ayunas. Debería dejarlo. Lo sé. ¿Quisiera dejarlo? Absolutamente, no. Termino pronto de fumar y voy al baño. Me desnudo rápidamente y entro a la bañera para perderme en el agua que fluye. Tengo los ojos cerrados. No quiero ver mi cuerpo ni parte alguna de él. Me odio. Odio mis pies, mis manos, mis brazos, mis piernas… mi panza, mis rodillas, mi cabello, mi piel… Nadie puede, o quiere entender una condición así. “Debes pensar en positivo.”, te dicen. “Todo cambiará.”, te dicen. Yo ya no escucho mentiras, pero me siguen doliendo las verdades. Odiarme, es una de ellas. Por ello gasto más tiempo bajo la ducha. Entiendo mejor a Heráclito y el no bañarse dos veces en el mismo río. Sueño despierto, y sonrío. El agua se lleva el tiempo, mi nombre, mi vida, mi dolor. Las pocas veces que he llorado, fue duchándome, para que el agua se lleve todo, y no deje en mí ningún rastro. A nadie le gusta ver llorar al prójimo. Tenemos esa estúpida necesidad de querer estar lejos de la tristeza, cuando es algo tan natural como el defecar, pero nadie quiere saber de esa mierda, literal. Otra alarma suena, para recordarme que debo darle una pausa a mi ahora mojada locura. Me seco rápidamente y me visto. Y aunque la voz me escupe su diaria letanía por las cuales me odio, al menos ya me he duchado y me estoy cepillando mis horribles y amarillentos dientes. Regreso a mi habitación y el pequeño ritual da comienzo: colocarse y revisar que se carga absolutamente todo lo necesariamente inútil: el reloj, para medir ese concepto de teóricos físicos, la billetera conteniendo  papeles que dan la valía al alimento de hoy, y que con ceros menos terminan sin uso y con números más, pueden valer el cegar una vida. ¿Podría pagar por un sicario para que me mate? No. Aún están persistentes mis cobardes obligaciones familiares. Sigo pensando en morir y aún no he desayunado.

Salgo hacia el trabajo y el calor de verano me golpea sin aviso, y después de unos pasos ya estoy sudando. Y maldigo. Mi ducha diaria siempre termina hecha una pérdida ante el calor inclemente… y mi sudor ya está empapando mi rostro. Y me odio por eso. Veo a la gente alrededor caminar con frescura sin problemas de sudor. Eso me pasa sólo a mí, con éste cuerpo defectuoso que cargo y que odio. Apuro el paso y tomo el bus, en el cual casi nunca encuentro un asiento vacío. Busco siempre estar cerca de una ventana. El calor me sofoca. La gente me sofoca… Y el segundo ritual del día comienza: veo a otros tipos más altos, y quisiera tener su talla. Veo algunos de atlética figura, y quisiera tener su figura. Veo hombres que roban las miradas de las mujeres, y quisiera que alguna me viera así, y no con desprecio. Porque nací feo, y moriré feo. La estética nunca fue de mis virtudes. Lo único positivo que poseo, si algo tengo, es portar un decente intelecto. No tan erudito para entender física cuántica pero no tan bajo para no saber quién fue Atila, el Huno. Y de mis auto–desprecios estéticos me preguntó en qué se fijó mi ex esposa en mí, o algunas de las mujeres que conocí antes. Quizás tenían un complejo de enfermera, o quizás fui su buena acción en la vida. Quizás fui el acto de misericordia para limpiarse de esa mierda que llaman Karma o quizás se cruzaron conmigo durante ese ataque de pánico que posee la soledad. Aún me quedan quince paraderos, y sigo odiándome más.

La máquina tatúa sobre la acartonada tarjeta el inicio de las labores. O mejor dicho, de los problemas. No importa cuál sea la novedad: resolver un pago, ver un despido, coordinar una reunión… no importa. Si lo piensas bien, sólo son problemas por resolver. Cada puto día, sólo es un problema más, al cual el prójimo se encarga de empeorar de manera tozuda, con increíble eficiencia. Compañeros ineptos que dejan las tareas mal hechas. Gente irresponsable que prefiere no hacerlas. Todos prefiriendo ocuparse de vidas ajenas. Y sólo un imbécil que quiere tener las cosas perfectas. Demás está decir, quién es el imbécil. Y ya me estoy odiando otra vez, y todavía no he acabo el reporte de la semana.

Un tímido mensaje aparece en el teléfono. Es ella. Y sonrío. Me tomo unos minutos y no le respondo. No tengo nada en su contra. Al contrario, no le respondo en esos lentos minutos para contener cualquier sentimiento que pudiera sentir por ella. No tenemos ninguna relación salvo la de amigos y mi cabeza no me deja en paz, sacando de la nada la lista interminable de motivos por los cuales no podemos estar juntos. Y sonrío.  Recuerdo que el otro día me dio un ataque de celos… por su novio. Sí. Así de estúpido soy. Así de estúpido es tener que sentir. Bendita sea la insana locura de mi jamás callada cabeza, que me recuerda por qué no puedo estar con ella… o con alguien. Le arruiné la vida a mi ex esposa gastando su juventud a mi lado. No pienso dañar a nadie más. Si al menos he de morirme haciendo un bien, que sea ése. Y estoy pensando en morir, y aún no le he contestado. Respiro profundo, y me alegro de leerle tan feliz. Se lo merece. Un sentimiento sincero que puedo dejar fluir libremente, porque no puede dañarla, sólo asesinar cualquier sueño o esperanza vana en latir.

He retornado a la habitación. Detrás quedaron los informes, los buses sin asientos, todos los hombres mejores que yo y todas las miradas que jamás se posarán sobre mí. Detrás dejé el amor que nunca tendré, y contestaré a alguna amistad caritativa, que pregunta cómo estoy, para decirle en flemático tono que estoy bien y que sigo vivo… que aún no he muerto, para que respiren aliviados de no tener una tristeza más que enfrentar. Y sigo hablando de la muerte, aunque todavía no he ido a dormir.

Reviso si el viejo teléfono tiene batería suficiente y que la alarma está programada correctamente. No quiero despertar después de su sonido. Mañana será otro día para repetirlo como éste. Apago las luces y repaso todas las cosas que quise y quiero, pero jamás tendré: como ya no despertar más y que la alarma despierte a todo el mundo, menos a mí. Y estoy pensando nuevamente en morir, ante el castigo cotidiano de tener que vivir.»

© Lᴀʀɴ Sᴏʟᴏ
Lima/Perú • 27/feb./2020



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