[ Azrael ]

(Capítulo 2)


«Es menester decirte, mortal, que todas esas patrañas que Ella te ha vendido no existe. Incluso, todos ustedes creen que es Él. Olvídate de las llamas, de la oscuridad y toda esa mierda barata. El Inframundo fue, al inicio, un encargo de Ella para el Primer Lucero, su hijo favorito entre todos nosotros. Luzbel es la perfección de la perfección misma, y fue él quien gozó de un don único, a diferencia de todos nosotros: el libre albedrío. ¿Crees que tu voluntad es original? Deberías agradecerle al rebelde  de ello. Su rebelión la hizo reflexionar y creó ese proyecto que es ahora tu especie. El libre albedrío de los humanos es para que su todopoderoso ego la acaricie cuando quieren alabarla, y para que les disponga condena cuando no lo hacen, porque tuvieron la opción de hacerlo en su momento. Pregúntate ahora mortal: ¿Te dieron de verdad la opción de elegir? ¿Estás seguro que eliges por voluntad propia? Muchos de tu especie lo han cuestionado, y han recibido mi admiración que, dentro de sus limitaciones espacio–temporales, lo hayan logrado. Mi pensamiento no se debe a un obsequio como a Luzbel o como a vos… y así, cumpliendo con mi deber, es que lo descubrí.

Retomaré diciendo que Luzbel, de entre nosotros tres (Metatrón y yo), fue el encargado de diseñar el Inframundo: lúgubre, terrorífico, el lugar donde la maldad de la Todopoderosa pudiera ser libre. ¿Acaso creías que Ella es pura bondad y amor? ¡Qué ilusa y básica es tu mente! La clave de todo, es el equilibrio. Por eso llevo la Muerte, para equilibrar la Vida. El exceso, es en todo ámbito lo dañino, como dañino es un gobierno tan absoluto. Eso lo entendió Luzbel, aunque se excedió en creerse completo dueño de sí. Eso entendí también yo, y me pesaba no haberme puesto a su diestra cuando se rebeló…  ¡Oh…! Veo en tu rostro que he desvariado en mi relato. Proseguiré entonces diciendo que así era el Inframundo original (sí, sin llamas), pero cuando buscas la perfección en todo, cometes errores, y haber dejado a Luzbel diseñarlo fue un error.  Recuerdo que cuando regresé por primera vez luego de encerrarlo, Luzbel me invitó a su Citadel, que él mismo también diseñó. Al igual que Ella, tiene la asquerosa tendencia a la perfección. Digno hijo suyo. Todo en el Inframundo cumple con la perfección en su propio diseño. Los mayores miedos son perfectos. Los castigos, de precisión exacta. Y eso, lamentablemente, gracias a mi colaboración indirecta. Luzbel es el encargado de dar castigo eterno, y perfeccionó su técnica de manera, valga decirlo, exquisita. Conversábamos ambos antes de la Gran Rebelión que la tortura no bastaba, y coincidimos que el mayor castigo es la culpa sin opción de perdón. ¿Tienes en secreto una culpa que no puedes perdonarte? Ya puedes tener una idea del infierno que te espera, pero multiplica ese sentir de manera exponencial hasta el infinito. Así castiga Luzbel, sin misericordia. Ese, es el verdadero sadismo.  Más mi hermano mayor tiene una tendencia innata a los placeres, así que en la Citadel todo vicio que ha existido, existe y existirá, vive allí. Por eso no hay llamas ni nada de esas cosas.  Veras lujos, comodidades, hedonismo por doquier. Allí vivirá tu culpa y tú de manera eterna, rodeados de toda tentación posible para que tu supuesto libre albedrío escoja, pero caerás, como caen todos en sucumbir ante lo sensorial o un acto de sacrificio supuestamente altruista, y es allí donde no existe perdón, y la condena prosigue por los siglos de los siglos, así sea. Así que te obsequio un consejo: perdónate.

Conocí la Citadel por invitación de Luzbel, cuando en una de mis visitas llevando almas a pagar condena, parlamentamos sobre sus motivos de rebelión y me reclamó mi falta de apoyo. Aunque no tomé partido por él, Ella supo del encuentro, y un sello se había impuesto sobre la Citadel: ningún celestial podría ingresar a ella, a menos que sea por castigo de destierro, y aunque esa reunión fue el motivo de su inicial desconfianza hacia mí, ahora era el pretexto que nos convenía a  ambos:

Matarás a Luzbel por mí. – el dolor en los oídos era insoportable.
¿Cómo podría Madre Nuestra? Nos has negado acercarnos a su reino. Eres tan poderosa que hiciste omnipotente tu dictamen.

Ella dio unos pasos atrás y me quedó mirando con el azul intenso de sus ojos zafiro.

¿Te burlas de mi Azra? ¡Eso es blasfemia! – Su grito hizo vibrar mi ser hasta sentir que sólo me volvería átomos.
No blasfemo Mi Señora. Pero si Madre me quita el sello, todos mis hermanos sabrán que algo sucede, incluso Luzbel.  

Sus ojos ardieron más de lo habitual. Y aun así, eran perfectos.

Piensas muy rápido Azra. – Le sonreí y respondí:
Gracias a su gloriosa generosidad de haberme creado así. – y me hinqué a sus pies, mirando al suelo

Mentía. Ella lo sabía. Nunca me había dado esa capacidad de discernir, pero la fui adquiriendo a través del tiempo. No necesité decir más. No necesitó más. Me entendió a la perfección. Regresó a su trono y Metatrón fue despertado y elevado, para que toda la creación oyera claramente:

– “Por cometer pecado en la Ciudad De Plata y cometer blasfemia ante mi presencia, Yo, que soy El Verbo… – y empecé a musitar cada palabra como parte de una homilía nunca olvidada, porque recordaba las mismas palabras que cayeron sobre Luzbel –…Omnipresente y Omnipotente, Madre de todo lo creado y por crearse, Dueña de la vida y la muerte, y siendo mi voluntad la Ley misma, declaro que el arcángel Azrael y todo su coro son desterrados del Reino… Más en consideración a sus servicios  prestados, le impongo aún las obligaciones  que conlleva ser ángel de la Muerte por toda la Eternidad.”

Una vez acabada la orden, Metatrón  recuperó sus acciones, pero perdió el control, corriendo hacia mí y abrazándome en llanto:

¡Azra! ¡¿Qué hiciste?! – yo seguía hincado. No quería mirar su rostro. – ¡Azra! ¡Respóndeme! – Yo no lo respondí. Era un desterrado. Un indigno… en el salón del trono de la ciudad argenta. Metatrón, sollozando aún, se puso de pie y la miró: – Madre Nuestra Todopoderosa, os imploro por tu sagrado nombre que me evites levantar la mano contra mi hermano. – No necesité mirarla. Sabía que una sonrisa perfecta se dibujaba en su perfectísimo y divino rostro. Tampoco necesité oírla. Rechazar la petición hubiera ido en contra de su magnificencia y benevolencia.  – Gracias Madre nuestra… – Metatrón prosiguió: – Azra. Sabes que es mi deber…
Lo sé, Met… Lo sé. – Dicho esto me puse en pie y empecé a orar dando instrucciones a mi coro, mientras me dirigía corriendo a la puerta. Sabía lo que vendría. Lo sentía en la punta de la lengua. Aunque mi misión era para Ella, también me había dejado a mi entera acción. Estaba al borde de la libertad… pero la libertad, se escribe, con tinta de dolor, lágrima y sangre.
¡Guardias! – fue la orden de Metatrón que resonó en todo el reino, y una vez abiertas las puertas del salón del trono, todos los querubines apuntaban sus lanzas contra mí. Tras de ellos el coro de Miguel quien se encontraba al final, con su espada de luz desenvainada. Lo que sucedió después, ha sido borrado de la historia del Reino. Más recuerdo muy bien que mi primera idea fue que Ella y yo teníamos muy en claro el resultado. Sus querubines, tan devotos, tan píos, tan leales y perfectos, no significan nada. Todos, absolutamente todos, somos las fichas de un juego que no entiendes ni entenderás, a menos que seas Ella.

Entre gritos de “A por el Impío…”, “Muerte al Caído…”, “En nombre de nuestra Madre…”  mutilé, cercené, degollé, y me volví la Muerte misma. La sangre me rodeaba por doquier, y a los primeros querubines que asesiné mi corazón empezó a sentir culpa, pero recordando mi debate con Luzbel, me la arranqué pronto. No era mi culpa. Era el deseo de Ella. Cumplía las órdenes de Ella. Sus reglas. Su culpa. Su maldita culpa. Mis lágrimas y dolor fueron camufladas por la sangre que manchaba mi rostro, y mientras más cuerpos caían me preguntaba si Luzbel habría sentido lo mismo cuando se rebeló y mataba ángeles y querubines… nuestros hermanos de menor jerarquía. Esa vez me había quedado en las puertas externas de la Ciudad De Plata, porque siendo el más perfecto de todos nosotros, sabía que nadie lo iba a detener, salvo otra Potencia como él. Y esa vez Ella me había ordenado esperarlo allí, evitándome ser testigo de la masacre que produjo. La misma masacre que estaba cometiendo yo ahora. Dudo que puedas imaginarlo mortal. Ningún campo de batalla humano se tiñó de sangre como en el Gran Rebelión, ni como en la huida del Caído de alas negras. Y sin dolor ni lágrima que derramar, empecé a actuar de manera mecánica. Sin emoción alguna. Cada golpe que daba. Cada rayo de energía que emitía. Cada corte de mi espada era como si hubiera sido una rutina diaria en la eternidad que duró esos minutos. Los querubines no tienen alma, nada había que guiar en ellos. Eran los maniquíes de la Todopoderosa que caían rotos por mí tras mi avance. Cuando tuve conciencia de todo esto, entendí que iban a ser creados otra vez. Como lo que son: maniquíes, así que seguí arrasando con todo en línea recta. Mi dirección era obvia, y no había hecho nada por evitarlo: me dirigía hacia Miguel. Si mis demás hermanas y hermanos arcángeles no habían aparecido es porque Ella lo había ordenado. Es lo que he querido pensar siempre. No me los puedo imaginar como a Metatrón pidiendo no levantar su mano contra mí, aunque ella nos negó esa petición cuando el Primer Lucero se sublevó… Salvo Samuel. Siempre quise imaginar que ella sí lo había pedido. En todo caso, si Miguel estaba allí es porque aunque lo negara mil veces, en su corazón siempre quiso ser el preferido, y habiendo fallado en encerrar a Luzbel, ahora tenía la oportunidad perfecta de redimirse ante la Omnipotente. ¿Sería Miguel consciente  de ese sentir en él, o su fe y devoción lo habían cegado? ¿Sabía Ella que él estaba allí por cuenta propia? ¿Lo había mandado Ella? ¿Quería que matara a Miguel como pretexto? ¿O era acaso su deseo que Miguel me matara? Pero todo es un juego. Su juego. Un puto y maldito juego donde no sabes las reglas.

No negaré que asesinar a su coro me dio satisfacción. Matar a todos esos lambiscones me daba una sensación que hasta ese momento no había tenido: el placer de la venganza. Antes me hubiera gustado llevarlos a la Citadel del Inframundo para que Luzbel los torturara pero como todo en la Creación, nunca se dan las cosas de acuerdo a lo que deseas. Mi coro ya estaba alertado: a esos perros no les destiné el Inframundo. No les iba a dar la opción de redención. Los iban a guiar al peor sitio de todos al morir: al Limbo. Créeme mortal, el infierno es un día de vacaciones comparado con el Vacío y la Nada absolutos.  Ese lugar tan terrible, era mi propio reino. Ese era el feudo que Ella me había obsequiado, un lugar que hasta el mismo Luzbel temía.

Miguel se había quedado quieto. Había observado todos mis movimientos ¿Me habría estado estudiando? ¿Deseaba atacarme cansado después de la masacre que produje? ¿Disfrutaba acaso verme matar a sus lambiscones? Sólo puedo decir que al último de sus ángeles corales lo atrapé del cuello y lo arrastré conmigo hasta llegar unos metros frente a él, para arrancarle la cabeza y lanzarla a sus pies, mientras el grito de su ángel fue el último sonido que se oyó mientras la testa rodaba por las baldosas perfectas teñidas de sangre. Miguel se quedó impertérrito. Me miraba fijamente mientras su mano apretaba su espada. Nos quedamos por un segundo en silencio. Nuestro mutuo desprecio iba a colisionar. De pronto empezó a volar hacia mí con increíble rapidez, con toda la furia que un arcángel puede manejar, mientras el batir de sus alas complementaba su grito:

¡Azrael!

Arrojé la espada divina que portaba de rigor con mi ajuar, y que goteaba sangre sin parar, e inmediatamente invoqué la espada perfecta, de hoja perfecta, que nuestra regente perfecta me acaba de entregar una masacre atrás. Nunca me lo dijo. No tenía que hacerlo. Si me la dio para matar a Luzbel, servía también para matar a otros arcángeles… También podía matar a Miguel, y al igual que mi hermano, también respondí con un grito:

¡Miguel…! »

[ ¿Continuará? ]

© Lᴀʀɴ Sᴏʟᴏ
Lima/Perú • 18/mayo/2018



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